Estuve en el mar. Fueron días de placidez, de vida que combinaba una oración a media mañana (nunca miré hacia atrás para ver el amanecer, como sucede en la costa chilena). Una caminata de tres kilometros setecientos metros, desde la puerta de la casa hasta el viejo camino playero que va hilvanando poblados, balnearios y bosquecitos de pinares entre Cartagena y Algarrobo. La lectura del periódico (amarrado a “La Tercera” porque “Las Ultimas Noticias” no la veo por considerarme medianamente decente: no había otras opciones). Un almuerzo bien preparado, mejor compartido y muy reposado mientras Sarita, Verónica, los niños se iban a la poza entre rocas que con tanto niño chapoteando, por la mañana es piscina y por la tarde pichina. Los fines de semana estuvo Cristian, el esposo de Sarita. Ellos forman una excelente familia metodista con la que salgo a vacaciones todos los años desde hace un tiempo. A los curas católicos nos hace bien vivir un tiempo con las carreras y los gritos y los llantos de los nenes, con el beso mañanero de las mamás y de los niños, con la llevada de basura hasta los contenedores en la calle principal, con las tareas de la cocina inventando platos novedosos y tragos agradables; porque mis amigos serán metodistas pero chupan más que católicos en velorio. Y por la noche, a veces, la conversación, allí en la pequeña terraza y con el ruido del mar acariciando las orejas y las estrellas pestañeando sobre nuestras vidas, caía sobre temas hondos que afectan las raíces del alma; otras veces el juego divertido del póker con apuestas de diez pesos (US. 0.02) nos hacía reir hasta las tres de la mañana. Esto nos humaniza. Pienso que no existirían curas neuróticos si hiciéramos por lo menos una vez al año esta experiencia de ser como la gente.
Este año invitamos unos días a la “Chinita”, quien viajó desde Concepción con sus dos hijos adolescentes.
A esto tengo que decir que todos estos amores me nacieron en Curanilahue hace 25 años y se han acrecentado y madurado con los años. Las liceanas de entonces tienen ahora “la edad de una joven madura, la edad de las madres hermosas” (Neruda).
No me canso de bendecir el nombre de Dios por haberme dado amigos que tienen esa simpatía, esa lealtad y esa nobleza que nace desde el pueblo.
Tuve tiempo de mirar, oír, pensar y amar. Todo fue enseñanza. Hasta el vuelo atribulado de los patos que deben aletear con desesperación por tener las alas muy cortas en un cuerpo alargado, como también el vuelo armonioso de las gaviotas que desafían a la fuerza de la gravedad; también estaba el vuelo arzobispal de los pelícanos, grandes, solemnes, que se elevaban muy arriba y se balanceaban sobre el mar.
Algo de gaviota, pato y pelícano tenemos los terrestres habitantes de este pícaro mundo: buscamos armonía que nos libere, pero salimos aleteando para escapar de las primeras contrariedades o nos balanceamos muy arriba mientras la vida continúa con sus agitaciones que nos quieren dominar.
Agustin Cabre cmf
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